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¿Derecho a la movilidad?

Otra vez Juan Villoro... dándo cuenta de algo muy curioso que yo me he percatado: un vehículo, un pasajero. Un vehículo, un pasajero ...

Ceder el paso
Juan Villoro
9 Abr. 10

Uno de los problemas de nuestra sociedad es que se modifica dentro de los automóviles. Numerosos cambios de comportamiento ocurren junto a una palanca de velocidades.

"He descubierto que tengo una opinión cuando estoy sentado y otra cuando estoy de pie", escribió Lichtenberg en el siglo XVIII. Hoy en día, el sagaz pensador alemán debería analizar otras posturas: las ideas "arrolladoras" que el hombre sentado tiene mientras avanza en un vehículo o, peor aún, las ideas que el hombre sentado tiene cuando debería avanzar y se encuentra tristemente detenido.

En épocas menos modernas que la nuestra el fin del movimiento convertía al viajero en homo terminus, alguien que ha llegado. En ese punto limítrofe, abría la portezuela y descendía. Las cosas ya no son así. Las macrópolis han demostrado que estar detenido es una forma transitoria del traslado. Gracias a la congestión y los embotellamientos, el homo terminus ahora califica como pasajero en tránsito.

¿Cómo afecta la inmovilidad forzada a nuestra mente? Sin pretender agotar el asunto en este espacio, podemos arriesgar una hipótesis: el homo terminus empeora en soledad.

Uno de los más terribles problemas del tráfico mexicano es que en la mayoría de los coches viaja una persona. Los taxistas no siempre enfrentan a sus clientes con disposición franciscana, pero suelen tener mucho mejor carácter que los conductores que rumian a solas la difícil costumbre de estar quietos.

Los mexicanos, que sólo creemos en leyes no escritas, asumimos con gusto una supersticiosa normatividad: estamos seguros de que coordinar nuestro traslado con el de otras personas significa perder el tiempo. Esta idea se encuentra tan arraigada que México es un país sin copilotos. ¿Hay alguien que prefiera el ignominioso "asiento de junto"?

¿Por qué sucede esto? La respuesta es sencilla: ubicarse tras el volante resulta más importante que circular. Así se explica que haya millones de coches semivacíos en las calles. Como la fluidez urbana rara vez sucede, los verdaderos atributos del piloto son los siguientes: poner música al volumen que le dé la gana, tocar libremente el klaxon (e instalarle melodías como No te metas con mi cucu), recibir instrucciones viales y sentimentales por celular, insultar a los demás pilotos (los demás viajeros carecen de responsabilidad legal para la injuria), ordenar la forma en que las galletas, los klínex y la pistola de aire entran en la cajuela de guantes, detener la unidad cada vez que se antojen unos chicles, administrar las propinas para los limpia-parabrisas y decidir a qué persona armada de un trapo se puede confiar el vehículo. A esto se agregan variadas conductas antihigiénicas que no vamos a detallar, pero que sólo prosperan en soledad.

Se trata de muchas, pero muchas cosas (ninguna de ellas relacionada con conducir). El interior de un coche es nuestro único espacio de poder arbitrario. Lo malo es que para disponer de él invadimos varios metros cuadrados de ciudad.

Algunos sociólogos sugieren que el individualismo automotriz puede llevar a la formación de líderes. Discrepo de esta teoría porque el conductor promedio no tiene a quien mandar. ¿Qué sucede cuando el poder omnímodo sólo recae en quien lo ejerce? Sobreviene una locura muy fea.

El homo terminus es un tirano que puede oír Caballo trotón al volumen que se le antoje, pero que no va a ninguna parte ni tiene otro súbdito que él mismo. Intoxicado por esa libertad que sirve de muy poco, el piloto compra un chicharrón del tamaño de un sombrero de charro bañado en salsa roja; mastica con descuido, cubriéndose el pecho de migajas, se chupa con descaro la salsa que le ha escurrido entre los dedos, eructa sin miramiento alguno. Es atrabiliario e impune. Pero lo único que consigue es indigestarse con el chicharrón. Sobreviene entonces la melancolía del poder.

El piloto llega a un cruce de calles y se encuentra con otro conductor solitario. ¿Quién pasa primero? Este es el momento crucial de la vida automotriz de México: ninguno de los dos quiere pasar. Aunque el mayor lujo del tránsito nacional consiste en avanzar, en esa encrucijada se ponen en juego valores muy nuestros. Todos tenemos prisa, pero también tenemos nuestro orgullo. Aunque quisiéramos acelerar, cedemos el paso, no por amabilidad, sino por afrenta: "pasa primero tú, que no vales nada".

Ciertos pilotos han perfeccionado un ademán despectivo: mueven la mano como la aleta de una foca amaestrada con desdén. Otros, aún más displicentes, se limitan hacer un mohín altivo y señalan la ruta ¡con la boca!

El verdadero privilegio del conductor mexicano consiste en ofender al otro cediéndole el paso. Como de por sí vamos a llegar tarde, más vale pensar que lo hicimos por capricho.

La neurosis del pasajero solitario -ese caudillo sin mando- se aliviaría si los coches estuvieran más poblados. Urge crear la Academia del Copiloto para superar el complejo de dominio que por ahora sólo ha logrado un magro triunfo: ceder el paso como si eso fuera un insulto.

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