
El sábado 13 de Octubre, una turba derribó una estatua erigida en honor de quien algunos historiadores han llamado uno de los tres presidentes más carismáticos de México: Vicente Fox. Cuando la corrupción del autoproclamado presidente del cambio y su entorno – documentada en Proceso, LaJornada, El Universal y los trabajos de Anabel Hernández y Arelí Quintero – es palmaria, cínica y lastimosa en un país con la mitad de la población por debajo de la línea de la pobreza, una efigie en honor de Fox deviene burla hacia un importante sector de los mexicanos.
Se comparó dicho acontecimiento con otro reciente: la estatua derribada de Saddam Hussein en Irak, luego de la invasión de las tropas norteamericanas, que tuvo gran cobertura propagandística. No es la primera vez que esto ocurre en la historia de nuestro país. Miguel Alemán Valdés y José López Portillo, paradigmas de la corrupción desde la presidencia, tuvieron sendas efigies que fueron derribadas por el populacho. La de aquel, ubicada en Ciudad Universitaria. La de éste, en Monterrey.
La historia da cuenta que quien inaugura dicha tradición fue otro de los más carismáticos líderes que ha visto la presidencia: el benemérito de Tampico y de Veracruz, el Napoleón del Oeste, el Padre de la Patria y del Anáhuac, el ángel tutelar de la Nación, el visible instrumento de Dios: en síntesis, su Alteza Serenísima, don Antonio López de Santa Anna. Cuenta Francisco Martín Moreno en su muy recomendable, por divertido y trágico México Mutilado (Alfaguara, 2004): “Alguien clamó entonces hasta desgañitarse: ¡Vayamos a la plaza del Volador y destruyamos la estatua del dictador!
La idea prendió como fuego en un pajar. Era el 6 de diciembre de 1844, el mismo día que el Congreso confirmó en la presidencia a José Joaquín de Herrera, cuando la marea, una avalancha humana, invadió la histórica plaza ubicada unas calles detrás de la catedral metropolitana. Lazaron, desde diferentes ángulos, la figura de bronce del César Mexicano. Sí, sí, aquella donde Santa Anna aparecía de pie y apuntando con la mano derecha hacia el norte, hacia Tejas, la que reconquistaría después de sitiar y tomar la misión de El Álamo. Falso, mil veces falso que señalara la casa de moneda para arrancarla tantas veces fuera necesario, según decían los léperos. El pueblo es injusto en sus aseveraciones y sentencias. La jalaron al unísono emitiendo sonidos salvajes y profiriendo todo género de insultos. La rechifla era mayúscula y generalizada. Las porras y mentadas de madre se repetían unas a las otras. ¡Cuánto placer produce observar la felicidad de un pueblo! Ni en la celebración de la independencia se despertaba tanto entusiasmo popular.
Cuando la cabeza del dictador dio contra el piso con un golpe seco, la muchedumbre se arremolinó entre furiosos empujones como si hubiera caído una piñata gigantesca del cielo. La escupían, la pateaban, bailaban alrededor del bronce inerte, arrancaban a taconazos adoquines de las calles para estrellarlos en la cabeza del otrora ídolo. El populacho se levantaba recíprocamente los brazos en señal de victoria. Uno de los léperos se orinó en la cara del Benemérito de Tampico y también de Veracruz, mientras lloraba de alegría y el resto de la gente reventaba en carcajadas. Los transeúntes se sumaban cautelosamente a la celebración no sin antes verificar la ausencia de la policía. De la misma manera que por superstición alguien tocaba reverencialmente el manto de la Virgen de los Remedios parea obtener su divina protección, así las personas golpeaban la escultura derrumbada con un zapatazo, con el cinturón, con el puño cerrado o simplemente se sentaban encima de ella como si desearan ser inmortalizados en un retrato, para cobrar su cuota de venganza. Yo también estuve ahí, yo lacé por el cuello a Santa Anna, …”
Que lejos estamos del 2 de Julio del 2000, cuando la ciudadanía voz en cuello gritaba al triunfador de las elecciones en el Ángel de la Independencia: “¡No nos falles!”
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