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Cuidado con la renta

Intersantísimo artículo de Juan Carlos Boue, aparecido en Nexos

http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=2204148

01/06/2013
Cuidado con la renta
Juan Carlos Boué ( Ver todos sus artículos )
 
 
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In memoriam: José Luis González Aragón,
entrañable amigo y colega en Petróleos Mexicanos

El director general de Pemex declaró hace poco a la prensa que la industria petrolera de México tiene el marco legal más restrictivo de todos los países del mundo, con la sola excepción de Corea del Norte. La comparación sugiere que gracias a la añeja hostilidad contra la participación del capital privado en la industria petrolera, especialmente en exploración y producción, México acusa tal rezago institucional que se encuentra a la par de un fósil estalinista de la Guerra Fría (“México y Corea del Norte tienen el marco energético más restrictivo”, El País, 25 de febrero 2013). En contraste, países que solían abordar esta cuestión de manera igualmente dogmática han optado por darle un giro de 180 grados a sus respectivas políticas petroleras y ahora, gracias a los aportes tecnológicos, financieros y gerenciales de compañías internacionales, tienen sectores petroleros vigorosos, capaces de enfrentar los desafíos más complejos.

Un caso emblemático sería Brasil, país que entre 1953 y 1997 mantuvo un monopolio estatal sobre todas las ramas de la industria petrolera, muy similar al que todavía existe en México, pero cuya liberalización de la exploración y la producción de sus recursos petroleros ha traído un crecimiento espectacular de los mismos. En los últimos cinco años Brasil ha anunciado descubrimientos en aguas ultraprofundas cuya magnitud es comparable al total de reservas probadas de México. La mayor parte de esta impresionante adición de reservas ha corrido por cuenta de la compañía petrolera nacional, Petrobras, cuyas acciones se cotizan en las bolsas de valores de São Paulo y Nueva York. De hecho, entre todas las empresas petroleras del mundo, Petrobras probablemente sea la que cuente con el más impresionante palmarés en lo tocante a la producción de petróleo a profundidades marinas extremas. Más aún, a lo largo de la última década la producción de crudo y gas de Petrobras ha aumentado espectacularmente, a pesar de que ha tenido que desplazarse a tirantes de agua cada vez mayores. Durante esos mismos años, en cambio, la producción de petróleo crudo en México ha ido en picada por el agotamiento natural del campo Cantarell, agravado por el daño que se causó a éste en aras del frívolo objetivo de imponer un récord absoluto de producción durante el sexenio de Vicente Fox, así como del fracaso de la iniciativa de Pemex de compensar dicha declinación mediante producción proveniente de los yacimientos, someros y terrestres, de Chicontepec.

Para efectos de la definición de la agenda petrolera mexicana la comparación con Corea del Norte no parece venir demasiado al caso. Después de todo, “parecerse lo menos posible a Corea del Norte” no suena como un programa serio de acción. Sin embargo, en términos analíticos, es sumamente valiosa, por lo que revela del debate en materia petrolera en México, tanto en lo fáctico como en lo conceptual. El supuesto paralelismo entre ambos países no existe en los hechos. El marco legal petrolero de México es más restrictivo que el de Corea del Norte. Inclusive tras la firma de los contratos de servicios múltiples de Burgos o los recientes contratos integrales de exploración y producción para campos maduros, México sigue siendo uno de los tres países que excluyen de la manera más tajante la inversión privada en exploración y producción. Los otros dos miembros de este club son Arabia Saudita y Kuwait. En cambio, Corea del Norte al igual que Cuba, la otra reliquia del socialismo realmente existente, ha suscrito numerosos acuerdos de producción compartida con compañías privadas de diversos orígenes (“Glimmers of Hope Seen in North Korean Basins, Markets”, Oil and Gas Journal, 97 [1], 1999). En la práctica, principalmente por consideraciones de índole geológica y por los riesgos de sanciones y embargos,  ni los acuerdos de producción compartida norcoreanos ni los cubanos han sido fructíferos. Vale la pena subrayar que los promotores de la apertura petrolera en México ven en este tipo de contratos el vehículo legal idóneo para la reforma, entre otras cosas porque el inversionista privado se presenta ahí como un simple agente o contratista del Estado, y nunca tiene título de propiedad sobre los hidrocarburos producidos, aunque su remuneración casi siempre se liquida en especie con los hidrocarburos producidos y, cuando se liquida en efectivo, el precio de mercado de los hidrocarburos es la variable de mayor peso para determinar el monto.

En el plano conceptual, las deficiencias que subyacen al planteamiento del director de Pemex son menos evidentes, pero más insidiosas. Se aborda la participación del capital privado en actividades de exploración y producción como un asunto de izquierda versus derecha. Discrepar de dicha participación es sintomático de una mal aconsejada y anacrónica vocación estatista, un tanto más excusable en México por la veneración que suscita la memoria del general Cárdenas. Estar a favor de la participación del capital privado, en cambio, indica una pragmática y saludable percepción de las enormes posibilidades que ofrece el mercado para hacer frente a los desafíos de una economía globalizada y una industria petrolera mundial en acelerado proceso de transformación tecnológica, así como para satisfacer las exigencias de la población mexicana.
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Las limitaciones inherentes a esta perspectiva saltan a la vista cuando se consideran los casos de los dos países cuya postura a este respecto es la más parecida a la de México: Arabia Saudita y Kuwait, monarquías semifeudales que difícilmente pueden verse como adalides de la izquierda. Asimismo, si se repara en los casos de otros países que o bien tradicionalmente han optado por esquemas restrictivos al capital privado (Abu Dhabi, Irán, Irak antes de la invasión estadunidense), o bien están tratando de apretar nuevamente las tuercas tras haber usado esquemas liberales, como la Federación Rusa y Venezuela, se puede constatar que dichos países se encuentran distribuidos a todo lo largo del espectro ideológico.

El único factor que estos países tienen en común es la fecundidad de sus yacimientos petrolíferos. Disfrutan, por ello, de costos unitarios relativamente bajos de explotación, y generan en consecuencia utilidades extraordinarias que se traducen en tasas de rentabilidad superiores, en ocasiones por órdenes de magnitud, a las necesarias para atraer capital de inversión a estas actividades, habida cuenta de los riesgos involucrados. La capacidad de generar ganancias extraordinarias es la que tiende a determinar si la estructura de gobierno de las actividades de exploración y producción es, en principio, de corte restrictivo o más bien liberal.

Es decir, que el grado de receptividad de un país cualquiera a la inversión privada en estas actividades no necesariamente refleja la visión mayoritaria en dicho país acerca de cuál debe ser el peso relativo del Estado versus el del mercado en una economía moderna. Las más de las veces es una respuesta a una pregunta de índole eminentemente práctica; a saber, ¿cuánto más podrá recibir dicho país a cambio de la liquidación de un recurso natural no renovable, valioso y relativamente escaso, que es de su exclusiva propiedad y dominio, si restringe o impide el acceso del capital privado?

La postura de un Estado frente a la participación del capital privado en exploración y producción de petróleo es, o debería ser, ante todo una cuestión de negocios, no de ideología. Más concretamente, se trata del negocio que está en posición de hacer un Estado cuando, en su calidad de terrateniente, exige una remuneración patrimonial bajo la forma de regalías, derechos de producción y otros tipos de gravámenes a la extracción de petróleo y gas, a cambio de permitir la explotación de sus recursos de hidrocarburos.

Para apreciar la superioridad de esta última perspectiva analítica, conviene hacer referencia a la historia reciente no tanto de Rusia o Venezuela, dos países cuyas políticas petroleras actuales se prestan a interpretaciones ideológicas simplistas, sino de Dinamarca, una de las democracias liberales más avanzadas del mundo. En 2003 este país nacionalizó parcialmente la así llamada “concesión petrolera única” y también alteró radicalmente su régimen fiscal. Explicar estas medidas en términos ideológicos es muy difícil: ¿el gobierno de coalición de centro-derecha que las tomó sucumbió, temporalmente, al temible virus norcoreano? Para explicarlas desde la perspectiva de negocios antes esbozada basta ver que con los precios del petróleo en franca alza estas medidas permitieron al gobierno danés triplicar sus ingresos fiscales petroleros, aumentando la proporción de los ingresos brutos generados por la concesión petrolera. Dicha proporción pasó de poco más de 20% durante el periodo 1990-2003 a aproximadamente 50% entre 2004 y 2011.

Una situación análoga a la de Dinamarca, pero mucho más extrema, fue la de las monarquías del Golfo Pérsico, tras la guerra de Yom Kippur y el primer shock petrolero (1973-4). Ante estos eventos, dichos países sencillamente no tuvieron otra opción más que nacionalizar sus propias concesiones petroleras y confiar la conducción de las actividades de la industria a empresas estatales. El peso de la renta petrolera en sus respectivas economías se volvió a tal grado avasallador que, más allá de sus preferencias ideológicas, les quedó claro que no podían darse el lujo de que su ingreso petrolero fiscal dependiera de las decisiones de inversión de compañías privadas cuya tajada del negocio, a las tasas de imposición derivadas de los acuerdos de Teherán y Trípoli (1971), era cuando mucho de cinco centavos por cada dólar de ingreso bruto de la concesión.
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Para el Estado mexicano el monopolio en las actividades de exploración y producción durante los años de auge de los yacimientos de Tabasco, Chiapas y Campeche resultó también un negocio colosal, con todo y que el vehículo a través del cual se ejerció dicho monopolio fuera una paraestatal con las ineficiencias seculares de Pemex. Cabe aclarar que la percepción generalizada de que esta empresa mantiene al gobierno federal —y, por extensión, a México— no podría ser más equivocada: lo que sostiene al gobierno federal no es Petróleos Mexicanos sino el petróleo mexicano y las rentas que éste genera. Por espacio de casi tres décadas México logró recaudar, proporcionalmente, los gravámenes a la producción petrolera más elevados del mundo. Con toda seguridad éste no habría sido el caso si el gobierno federal hubiera tenido que cobrarle estos impuestos a empresas privadas, en lugar de a Pemex. El hecho de que México tenga la tasa de impuestos más baja de todos los países miembros de la OCDE hasta cierto punto se explica por la efectividad de Pemex como instrumento de recaudación fiscal, pero también es un reflejo de la inhabilidad del gobierno federal para cobrar impuestos a contribuyentes no cautivos (la cual ya estaba muy en evidencia para cuando tuvieron lugar los grandes descubrimientos petroleros de la década de los años novecientos setenta).

Pero el negocio petrolero del Estado mexicano se ha deteriorado al compás de la declinación de los grandes yacimientos del sureste, y las múltiples carencias tecnológicas y gerenciales de Pemex no permiten avizorar una mejoría en la situación. A partir de 2005, lejos de haber sido descapitalizada por causa de la “voracidad fiscal” del gobierno federal, Pemex ha dedicado montos sin precedentes de capital a la inversión en actividades de exploración y producción, pero los resultados obtenidos han sido exiguos, por decir lo menos. Ante esto, el gobierno mexicano, efectivamente, no parece tener otra alternativa que relajar las condiciones de acceso y admitir el regreso del capital privado a la exploración y la producción de petróleo.

A grandes rasgos este diagnóstico luce similar al de los actuales promotores de la apertura petrolera en México. Sin embargo, las semejanzas son engañosas, ya que los segundos tienen una visión mucho más desalentadora respecto a la debilidad de la posición negociadora del país en estos momentos. Dicha visión hace énfasis en lo mucho que supuestamente ha de concederse con tal de atraer capital petrolero, pero pasa por alto la prospectividad geológica de México y, sobre todo, el hecho incontrovertible de que los precios altos del petróleo son sintomáticos de la relativa escasez —no la abundancia— de alternativas de inversión a nivel mundial. 2011 marcó la primera ocasión en que el promedio anual del precio internacional del petróleo superó los 100 dólares por barril. Estos precios son una condición necesaria para sustentar las actividades de producción de hidrocarburos líquidos provenientes de lutitas bituminosas (shale oil) cuyos costos variables mínimos generalmente exceden los 50 dólares por barril, las más de las veces por un margen considerable. En contraste, los costos de producción en un yacimiento en un tirante de agua moderado frente a las costas de Tabasco o Veracruz son del orden de los 15 dólares por barril.

El mejor indicio de los preocupantes derroteros por los que se encauza la iniciativa de apertura petrolera del presente gobierno quizás sea la elección de Brasil como el modelo a seguir. El régimen fiscal brasileño fue diseñado expresamente para maximizar los flujos de efectivo disponibles para propósitos de reinversión y distribución a los inversionistas, a costa del ingreso fiscal del Estado. El aparato gubernamental brasileño, hay que apuntar, apenas está cayendo en cuenta de ello. Este modelo fiscal implica la liquidación acelerada, sin que medie una compensación razonable, de un bien natural irremplazable que es propiedad común de la nación. Los impuestos especiales contribuyen solamente con la mitad del ingreso fiscal petrolero en Brasil, el resto proviene del impuesto sobre la renta corporativo normal, cuya recaudación está sujeta a un sinnúmero de excepciones y deducciones. Por el contrario, en México, el 100% de los gravámenes petroleros son impuestos especiales, de muy difícil manipulación.

Difícilmente puede esperarse que la injusticia intergeneracional que el modelo brasileño supone afecte los cálculos políticos de funcionarios cuyas prioridades se limitan al corto y mediano plazos. Lo que debería alarmar a dichos funcionarios es que en 2011, por ejemplo, la producción de hidrocarburos líquidos de Brasil fue equivalente al 81% de la de México, pero el ingreso fiscal del gobierno brasileño, de unos 32 mil millones de dólares, representó menos de la mitad de lo que recaudó el gobierno mexicano (70 mil millones). De hecho, si la tasa de participación fiscal mexicana hubiera sido comparable a la brasileña, el gobierno federal habría percibido 148 mil millones de dólares menos en ingresos tributarios entre 2003, año en que arrancó el actual ciclo de precios altos del petróleo, y 2011. A la luz del raquítico desempeño económico del país durante ese periodo, cabría preguntarse cuál habría sido la situación con un gasto público inferior, por este enorme monto, al que realmente se ejerció.

Los promotores de la apertura petrolera en México insisten en que la liberalización del sector de exploración y producción no tiene por qué desembocar en una calamidad fiscal. Para citar nuevamente a su director general: “Creemos que Pemex debe pagar más impuestos en términos nominales, no necesariamente en términos relativos. Es decir, si a la paraestatal se le dota de un marco fiscal más competitivo podrá producir más y, en términos nominales, podrá producir más impuestos” (“Un mito, decir que Pemex está en situación trágica: Lozoya”, La Jornada, 13 de marzo de 2013). Pero lejos de ser un consuelo estas palabras de hecho apuntan a lo que constituye el aspecto más preocupante del actual programa de apertura en México; a saber, la cercanía con la que se ciñe a un modelo de liberalización ensayado con anterioridad y cuyos resultados, tanto en el plano económico como en el político, fueron desastrosos. Declaraciones sustancialmente idénticas a éstas, a cargo del presidente y otros altos funcionarios de PDVSA habrían podido leerse casi a diario en la prensa venezolana de principios de la década de los noventa.

Significativamente, la apertura petrolera venezolana se sustentó en la interpretación creativade las restricciones en la legislación vigente y no en una reforma de la misma, ya que esto último planteaba demasiadas complicaciones. Más aún, su postulado político central era uno que tiene enorme resonancia en México: la no privatización de la empresa petrolera estatal. Quienes se oponen a la apertura petrolera en México acusan a sus adversarios de mentir cuando estos últimos insisten en que Pemex no habrá de privatizarse, pero la verdad es que los primeros no acaban de entender que el modelo aperturista a la venezolana requiere de una paraestatal que asuma el doble compromiso de blindar el régimen fiscal de los contratistas e indemnizar a éstos por los efectos de cualquier cambio en dicho régimen.

Esta funesta figura de la empresa nacional como rehén de sus contratistas ya está plasmada en los contratos integrales de exploración y producción para campos maduros de Pemex, cuyo articulado en lo referente a impuestos reza así: “En caso de modificación o creación de Leyes Aplicables respecto a Impuestos aplicables exclusivamente a prestadores de servicios de petróleo y gas, en la medida en que sea permitido por las Leyes Aplicables, el Contrato podrá ser modificado, por mutuo acuerdo y siempre que resulte conveniente para las Partes”. Desde luego, el disparate de que Pemex pueda asociarse con sus contratistas en las empresas que le prestan servicios no hace más que reforzar esta perversa alineación de incentivos. Y si bien sería reconfortante poder concluir que estas cláusulas son simplemente una muestra de incompetencia de la administración anterior, y no reflejan el tenor de lo que será la propuesta aperturista del nuevo gobierno, el problema es que se pueden encontrar también en los nuevos contratos integrales para Chicontepec, que la nueva administración de Pemex promueve con entusiasmo.

A propósito de esta labor de promoción, merece destacarse que el único consejero de Pemex que se opuso a la firma de los contratos integrales fue el priista Rogelio Gasca Neri. Sus votos razonados al respecto, así como la explicación que sobre ellos diera, son documentos de lectura obligatoria para quien se interese por la cuestión de la apertura petrolera. Pueden encontrarse en el portal internet de Pemex bajo el título “Acuerdos”, del año 2010 para los contratos de la región sur y 2011 para los de la región norte. En contraste con Gasca Neri, la representación del PRD en el consejo de Pemex no tuvo mayor problema en aprobar las cláusulas descritas anteriormente, a pesar de la altisonante retórica de este partido en materia petrolera. Por todo ello, el que Gasca Neri no haya sido refrendado como consejero tras el triunfo electoral del PRI es, a la vez, motivo de profunda preocupación y clara indicación de por dónde han de ir los tiros.

A Gasca Neri, por cierto, le quedaba claro el linaje de los contratos a los que se opuso, como explicó en un memorándum dirigido al anterior director general de Pemex (verhttp://www.pemex.com/files/content/VotoRazonadoRGN_Anexo%20ContratosIncentivados.pdf): “la estructura económica adoptada en el modelo de contrato propuesto no es nueva. Fue implementada en los años noventa en Venezuela bajo la modalidad de convenios operativos… La historia muestra que bajo esos convenios las petroleras transnacionales pudieron extraer una proporción muy considerable de la renta petrolera que le correspondía al Estado venezolano”. De hecho, tan considerable era esta proporción que, en medio de una acelerada expansión de la producción petrolera venezolana, el ingreso fiscal de ese país se contrajo brutalmente. En el año 2000, por ejemplo, México y Venezuela produjeron volúmenes comparables de hidrocarburos, pero sus respectivos ingresos fiscales fueron de 24 mil millones de dólares versus 13 mil millones.

No cabe duda que este colapso fiscal fue un factor determinante en la llegada de Hugo Chávez a la presidencia de Venezuela. Ahora, con el deceso de Chávez, su legado político, económico y social está acaparando nuevamente la atención tanto de la prensa como de la clase política mexicana. Esto ofrece una excelente oportunidad para reflexionar sobre las graves consecuencias que una apertura petrolera mal diseñada puede tener en un país para el cual la renta petrolera bien puede no ser el futuro, pero cuyo futuro sin renta petrolera es alarmante. Si monumentum requiris, circumspicen
Juan Carlos Boué. Ex funcionario de Petróleos Mexicanos, experto y académico en temas de economía industrial del petróleo y política fiscal petrolera. Autor de numerosos libros y monografías especializados en materia petrolera.

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