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Cómo medir un estado fallido

Roberto Blancarte
Milenio Diario
Junio 21, 2011

El tamaño del fracaso del Estado se puede medir fácilmente. Nada más hay que contar el número de muchachos y muchachas que no van a poder hacer su preparatoria (ya no digamos otros estudios) por falta de cupo en las instituciones públicas de educación media superior del país. Que nuestro país, nuestros medios de comunicación, nuestros políticos, nuestros empresarios, nuestros líderes religiosos, nuestras amas de casa, nuestros obreros, nuestros intelectuales, no estén escandalizados por el hecho, me parece aterrador. Mucho más que las de por sí espantosas noticias de impunidad política o de manipulación judicial que estamos viviendo a diario. Es, para mi gusto, la medida de nuestra incapacidad de medir el impacto que esto tendrá para todos en el futuro. El rector Narro anunció que la universidad podrá solamente recibir a 35 mil solicitantes para ingresar al bachillerato, es decir apenas 10 por ciento de los 350 mil jóvenes que no tienen mejor opción para seguir estudiando que la preparatoria o educación media y media superior pública y que en su 90 por ciento evidentemente no tendrán ni siquiera esta oportunidad. Y nadie parece haber reaccionado a la alarma sonada por el rector de la UNAM. Como si fuera normal dejar sin opciones educativas a tantos demandantes. Como si ya supiéramos que estamos perdidos como país, en la medida en que somos incapaces ya no digamos de ofrecerles empleo, sino educación. Como si nos estuviésemos resignados a que muchos de ellos alimenten el mercado informal, la migración, la delincuencia o el mundo de las adicciones.




Quizá algunos de este 90 por ciento de jóvenes tendrán alguna salida; ingresarán a alguno de los muchos centros de educación “patito”, donde a cambio de colegiaturas que no tienen ninguna relación con la calidad de la enseñanza recibida, al final obtendrán un diploma igualmente desvalorizado. Quizás algunos terminarán trabajando con su familia, incorporándose al duro trabajo de los millones de trabajadores sin capacitación que hay en este país. Quizás algunos emigrarán y alcanzarán su sueño de una vida mejor, o por lo menos de un trabajo mejor pagado. Quizás algunos morirán en el intento.



La verdadera tragedia de este país no se mide, por lo tanto, por el número de muertos en la guerra contra el narcotráfico y el crimen organizado. La verdadera tragedia es que no estamos haciendo nada sensato por evitarla en el futuro. Por lo mismo, el fracaso del Estado no puede medirse exclusivamente por su incapacidad, por ejemplo, para controlar el territorio o para imponer el orden público. El Estado fallido es aquel que no puede garantizar a sus pobladores el mínimo de condiciones para enfrentar los retos económicos, sociales y políticos del presente y del futuro. Y todos sabemos que el principal instrumento para alcanzar este mínimo es la educación. Pese a ello, nuestras prioridades, como sociedad y como Estado, siguen siendo otras. Es por ello que el llamado del presidente Calderón a los jóvenes para que ingresen a la policía y ejerzan lo que él llamó un “sacerdocio cívico”, es tan inquietante; porque significa que el presupuesto del Estado se está orientando a los gastos en seguridad pública y defensa, en lugar de cubrir las muchas necesidades educativas de niños y jóvenes. Entonces, al problema de no poder atender las necesidades educativas de todos se debe agregar ahora el de que los pocos egresados (ese 10 por ciento del cual hablamos) no tienen mayores expectativas que las de aumentar las filas de la policía o las fuerzas armadas.



Doy otro ejemplo, citando una fuente neutral. Unicef, el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia, tiene un programa que se llama “Todos a la escuela”. En una de sus cartas para solicitar fondos nos habla de Pedro, un niño de nueve años que estuvo dos años ausente de la escuela: “Pedro regresó a estudiar. Ahora quiere terminar sus estudios y sueña con ser doctor para ayudar a su comunidad. Como Pedro, más de 33 mil niños y niñas en Chiapas se han beneficiado de este programa. Sin embargo, aún existen 242 mil 242 niños y adolescentes del estado que no asisten a la escuela”. Ese, para mi gusto, es el tamaño de nuestro fracaso como sociedad y el tamaño del Estado fallido en México. Sumémosle a escala nacional los millones de niños y jóvenes que están en la terrible situación de no poder estudiar y por lo tanto de no poder visualizar un futuro mejor.



La llamada sociedad civil, los organismos internacionales, los empresarios y muchos otros miembros de la sociedad mexicana están preocupados por este problema y vemos cómo muchas fundaciones están atacándolo. Pero es triste, si no es que patético, observar que el Estado es incapaz de garantizar este derecho. Nuestros impuestos deberían estar mejor utilizados y nada, absolutamente nada, debería tener prioridad sobre este asunto. Si somos incapaces de hacerles un lugar, de construir más secundarias y preparatorias, para los 300 mil y los muchos más jóvenes que lo único que quieren es estudiar, ninguna estrategia de seguridad pública o de empleo podrá tener éxito. No se trata entonces únicamente de que el Estado imponga su control sobre el territorio; es indispensable que la gente tenga la esperanza de un futuro.

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