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¿Prescindir del empleo?

Lo escribe Néstor de Buen.

Las innovaciones, de cualquier tipo, ¿a quién favorecen? En México, y en gran parte del mundo, al empresario, nunca al consumidor.

Hoy lo menciona en la Jornada,

Néstor de Buen

El problema del desempleo
Ciertamente el desempleo se va a convertir en el problema esencial del futuro inmediato de México. Ya aparecen versiones en los medios a propósito de cuáles deben ser las alternativas para tratar, solamente tratar, de resolverlo.

Hay, por supuesto, las dos alternativas: la más temible se produciría por el despido, bajo cualquier forma, de los trabajadores. Es, en este momento, lo más notable. La segunda alternativa es la permanente: generar los empleos para las nuevas generaciones de trabajadores.

Flota en el ambiente la idea de que la solución tiene que pasar por la famosa flexibilización en la contratación de empleados. Se dice reiteradamente que nuestro sistema laboral es demasiado rígido y que no resulta atractivo para los empresarios lanzarse a la aventura de contratar trabajadores y con ello enfrentar una multitud de responsabilidades directas e indirectas. Entre las primeras, la incertidumbre acerca de lo que puede ocurrir, entre otras cosas, las cargas económicas por los despidos, si llega el caso. Entre las segundas, los costos adicionales al salario: seguridad social, vivienda y cargas fiscales de manera particular. Con el riesgo para los trabajadores de que sus inversiones forzadas en las famosas Afore se conviertan en polvo debido a los problemas financieros del mundo y, a consecuencia de ello, las inversiones hechas por las Afore hayan perdido en la crisis un monto más que importante de valor. La quiebra, de hecho, de las instituciones de la seguridad social, públicas y privadas, puede ser una consecuencia.

En esa flexibilización pueden darse varias alternativas: la contratación temporal, la contratación a prueba, la celebración de contratos ficticios de comisión mercantil o de servicios profesionales. O las fórmulas de moda de que ya los patrones no contratan a sus trabajadores, sino que “supuestamente” los alquilan. El “arrendador”, un sinvergüenza comprobado y seguramente insolvente, le garantiza al arrendatario, a veces con fianzas, las consecuencias negativas de la relación, lo que se traduce en el supuesto derecho del “arrendatario” para separar a los trabajadores del “arrendador” sin incurrir en responsabilidades. Por lo menos eso les dicen.

Por ahí corre el rumor de que en la suspirada reforma de la LFT de la que tanto se ha hablado desde el sexenio pasado, la temporalidad reinaría sobre la estabilidad en el empleo acompañada de contratos a prueba de larga duración.

Ahora, en realidad desde siempre, la LFT permite que el patrón separe a un trabajador nuevo que en su primer mes de servicios no cumple con las condiciones de capacidad y conducta previstas. Claro está que el patrón deberá probar esas circunstancias o, en su caso, que las recomendaciones que le presentó el candidato eran falsas. Esas cargas de la prueba se pretende eliminarlas.

Hubo una experiencia en España que vale la pena recordar. Me parece que ya en la democracia, pero en crisis económica, se modificó el texto del estatuto de los trabajadores para que los empleados pudieran ser contratados por periodos de seis meses. Durante el término mencionado, el trabajador gozaba de estabilidad, pero al concluir el patrón podría separarlo sin responsabilidad alguna. De conservarse la relación, se podía prorrogar por otros seis meses y hasta un total de tres años, siempre con la alternativa del despido sin causa. A los tres años, si continuaba la relación, nacía el derecho a la estabilidad en el empleo.

El resultado fue desastroso. El trabajador no asumía el espíritu de ser parte de la empresa. Ésta no se ocupaba de capacitarlos por que implicaba un costo no justificado en la temporalidad. Por la falta de capacitación y de espíritu de equipo se generaron más accidentes de trabajo. Probablemente el sector empresarial vivía feliz con la formulita y ejercía los usos y abusos que permitía. Pero llegó un momento en que hubo que reformar el estatuto con la compensación para los patrones de una reducción en el costo de los despidos.

Hay además, en España, un seguro de desempleo del que siempre he dudado de su eficacia, pero que por lo visto amortigua los efectos de la falta de salarios y, a su vez, la posibilidad del trabajo informal, ajeno a responsabilidades de seguridad social y fiscales. En alguna conversación privada en Madrid, en La Moncloa, con Felipe González, me decía que la informalidad era más que frecuente, disimulada en los establecimientos que invocaban otras actividades cuando en realidad constituían un taller repleto de trabajadores.

El problema sustancial radica en que prescindir del empleo, bajo la fórmula que sea, de manera automática implica prescindir del mercado. Si no hay salarios no habrá compradores. De esa manera, los empresarios deben entender, y a veces lo entienden, que aumentando los salarios aumenta la capacidad de venta. Es claro que el efecto no es directo, pero si se generaliza, beneficia a todos.

El desempleo es, por supuesto, una enfermedad endémica de México. Basta considerar que en el IMSS hay, aproximadamente, 14 millones de afiliados y una par de millones en el ISSSTE, con un millón más, tal vez, en las diversas instituciones de seguridad social de los estados. Un poco audazmente podemos decir que entre empresarios y profesionales habrá, tal vez, 3 o 4 millones de personas, lo que en conjunto nos daría 20 o 21 millones de personas activas en la economía. La población con aptitud de trabajar debe ser del orden de 10 o 15 millones más evidentemente desempleados y en el campo difícil de la economía informal. Sobre una población de 105 millones de habitantes, los porcentajes de desempleo resultan intolerables. En el futuro inmediato, peores.

Me temo que éstas son nuestras expectativas.

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